Había una vez un hombre que se quedó sin respuesta.
No sin palabras —porque las tenía, y muchas—, sino sin esa frase breve y automática que usamos cuando alguien, con la mejor de las intenciones, nos pregunta: “¿A qué te dedicas?”.
Al principio no supo qué contestar; luego intentó varias fórmulas. “Ahora mismo estoy en un paréntesis”, “Estoy buscando”, “Estoy replanteándome ciertas cosas”, “Estoy en un momento de transición profesional”… Frases que no decían nada, pero que servían para evitar decir lo que de verdad sentía, que estaba roto.
Algo que ni siquiera sabía que estaba tan ligado a un contrato, a una oficina, a una nómina.
“Soy contable.”
Y de pronto… nada.
Una nada ruidosa que llegó de forma inesperada, pero que ahora llenaba todos los espacios.
No se trataba solo del trabajo. Se trataba de su lugar en el mundo. De la identidad que uno lleva como un abrigo, incluso en verano. De la forma en que uno se presenta en las cenas familiares, en las reuniones de padres, en los formularios oficiales.
Sin esa frase, sentía que no sabía cómo empezar y, sin poder empezar, era difícil seguir.
Durante los primeros días no habló mucho del tema. No quiso preocupar a su familia. Lo envolvió en silencio, en correos no respondidos, en frases vagas, en excusas amables. Pensaba que, si no lo decía, si no lo nombraba en voz alta, tal vez doliera menos.
Pero la verdad es que no le dolía haber perdido el trabajo, le dolía haber perdido el suelo y, justamente eso, era lo que más le costaba explicar. Porque desde fuera todo parecía bajo control en ese momento. Tenía salud, tenía familia, tenía tiempo. ¿Qué más quería?
Nadie entendía que uno puede tener todo eso y, aun así, sentirse pequeño. Desorientado. Insuficiente.
Nadie entendía que podías sentirte inútil cuando algo así te golpea.
Un día, mientras paseaba por la ciudad, pasó frente a una tienda de esas que venden agendas, cuadernos y lápices que nadie necesita, pero que parecen tener el poder de ordenar la vida. Entró sin pensar, solo por el olor a papel nuevo.
Una vendedora joven, con su sonrisa más profesional —y entrenada—, le preguntó con voz amable:
—¿Busca algo en concreto?
Él estuvo a punto de decir “no”, pero por algún motivo respondió,
—Algo que me ayude a empezar de nuevo.
Ella parpadeó. No supo si era por la rareza de la frase o por el tono con que la dijo.
—Tenemos diarios —respondió finalmente—. Para escribir cosas.
Le alcanzó uno de tapa blanda, color gris claro. Sin líneas. Sin fechas. Solo páginas vacías.
Y lo compró. No porque creyera que lo iba a usar, sino porque, de alguna forma, le gustó la idea de tener un objeto que no esperara nada de él. Que no le exigiera resultados ni explicaciones. Era un objeto tan vacío como él.
Esa noche lo abrió y escribió en la primera página:
“Hoy no sé qué soy. Pero sigo aquí.”
Y, sin saber por qué, sintió que algo se aflojaba. No es que de golpe se volviera más fuerte, ni más optimista…
Solo se volvió un poco más real.
Los días siguientes se dedicó a cosas pequeñas, como poner en orden los cajones, hacer fotos sin propósito cuando salía a pasear, ver películas viejas o llamar a su madre…
La gente dejó de preguntarle por su trabajo, lo cual agradeció, pero en su cabeza la pregunta seguía repitiéndose, como un eco invisible:
“¿A qué te dedicas?”
Y un día, sin buscarlo, encontró una respuesta:
“A vivir.”
No la dijo en voz alta, ni la escribió, pero la pensó. Y eso fue suficiente.
Entendió que dedicarse a algo no es solo un rol profesional.
Hay veces en que simplemente debemos habitar los días sin exigirnos brillar.
Había sido muchas cosas y lo sería de nuevo, pero en ese momento, se estaba dedicando a lo más importante, que era no fallarse del todo.
Y eso también era un trabajo —invisible, sí, pero necesario—.
Ahora que estoy desempleado me he dedicado a eso y es algo bueno, hice una pausa de tres meses. Ahora estoy nuevamente buscando un re-comienzo profesional. Y no me arrepiento para nada de esa pausa tomada.
Es algo sano. yo acabé teniendo que solicitar una baja por Depresión y el diagnóstico fue que la depresión fue provocada por el estrés constante de ir enlazando un trabajo tras otro.
Me alegra que tomaras esa decisión.