Ilustración dark fantasy del relato “La ciénaga de los Sapos”, con soldados enfrentando a una criatura en la niebla. Relato ambientado en el universo de Erevalis.

La Ciénaga de los Sapos

El barro les subía ya por encima de los tobillos, pero nadie se quejaba; eran demasiado estúpidos como para tener orgullo.

—Si uno me salta a la cara, juro que grito como una puta —dijo Ralo, el de la lanza más corta, arrastrando el tono como quien tantea la oscuridad con la lengua.

—Tú gritas como una puta aunque se te acerque el viento —replicó Moren, mostrando sus dientes astillados, recuerdos de una pelea vieja en un burdel de Neth’var.

—Al menos no me los saltó un sapo de un cabezazo —escupió Ralo, con media sonrisa.

Rieron. Todos lo hicieron menos Lann, que cerraba la marcha con la mano en la empuñadura y los ojos clavados en el lodo, como si esperara que algo le devolviera la mirada.

No sabía por qué se había apuntado a esa patrulla. No era oficial. Nadie la había ordenado. Solo una salida improvisada «para estirar las piernas», según el teniente. Y por piernas querían decir ganas de matar algo sin tener que dar explicaciones.

—He oído que si los atraviesas sin hacer ruido, no revientan —dijo Gorr, el más grande. Su voz parecía arrancada del fondo de un tonel de vino vacío—. Que es como cortar agua.

—Escuché que si les comes el corazón, te curan la verga torcida —añadió Moren, arrancando una brizna seca de una rama baja.

—¿La tienes torcida?

—No. Pero si la tuviera, la haría bendecir por un sapo antes que por un sacerdote.

Volvieron las risas, los escupitajos, el chapoteo ciego de las botas.

Lann tragó saliva. Sabía lo que hacían. Lo había visto antes. El año pasado, en las lagunas de Dravnor, un grupo parecido volvió borracho y eufórico, con un saco de pieles llenas de agujeros y un colgante hecho con ojos. Lo mostraban como trofeo. Decían que era peligroso, pero no lo era. Solo era un lugar lleno de seres que se dejan matar.

Sapos, los llamaban.

Decían que no tenían nombre verdadero. O que, si lo tenían, no valía la pena recordarlo.

—¿Y si nos perdemos? —preguntó Lann solo para romper un silencio que empezaba a oprimirle el pecho.

—¿Aquí? —Gorr abrió los brazos, señalando la ciénaga que se extendía sin forma ni final—. Si seguimos el olor a mierda, volveremos a tiempo para cenar.

—No hablo del camino —dijo Lann, bajando la voz—. Hablo de nosotros.

Moren se detuvo. Giró sobre los talones y le lanzó una sonrisa desdentada, sucia de niebla.

—Muchacho, ya veníamos perdidos de antes. Por eso nos mandaron a este lodazal que ni a dios le interesa.

La risa fue apagándose a medida que avanzaban, no porque el humor se agotara, sino porque el agua comenzaba a tragarse las piernas. Donde antes había barro, ahora había algo más: una especie de respiración densa, invisible, que se filtraba entre los pies y subía por las pantorrillas con la lentitud de un pensamiento antiguo. El lodo burbujeaba en silencio bajo cada paso, como si lo que pisaban no fuera tierra, sino algo vivo. Algo que les escuchaba.

El grupo dejó de hablar. No por miedo, sino por instinto.

Lann fue el primero en notar el cambio de sonido. El chapoteo dejó de ser redondo. Ya no era blando: algo lo arañaba desde abajo. Había una nota aguda y persistente que se mezclaba con el agua, como cuando se raspa hueso con un cuchillo sin filo. Miró alrededor: ramas secas, espinos bajos, charcos inmóviles. Una niebla sucia les cubría hasta los muslos, suspendida en el aire como un velo que no quería caer. El olor era mezcla de corteza mojada, hierro y algo más, como a piel putrefacta.

—¿Qué es eso? —preguntó Ralo, deteniéndose en seco.

—¿Qué? —gruñó Gorr, mirando de lado.

—Eso que suena. Escuchad.

El grupo se paró.

Entonces llegó el croar. Grave. Profundo. Sostenido. No como el de una rana. Más largo, más templado, con un timbre que no parecía depender de pulmones sino de algo más hondo. Una vibración que no se rompía en sílabas, sino que se estiraba como un hilo invisible que cruzaba el aire.

—Es uno de ellos —murmuró Moren, y la cicatriz del cuello se le tensó como una cuerda vieja.

Lann no supo si debía avanzar o retroceder. El agua empujaba desde abajo con una presión extraña. El charco los sentía. Bajo sus botas no había barro: era carne dormida, tensa, a la espera.

Ralo sujetó firmemente la lanza con ambas manos. Gorr alzó el hacha. Moren sacó su cuchillo y lo hizo girar entre los dedos, rasgando el aire con su filo. Nadie dijo «vamos», pero todos se movieron. Ya sabían lo que venía.

Dos pasos. Luego tres.

Y entonces lo vieron.

Era pequeño. O tal vez estaba agachado. Su cuerpo parecía cubierto de una piel verdinegra, con vetas secas que se abrían como grietas en una piedra húmeda. No tenía ojos visibles. Tampoco supieron ver si tenía boca. Solo una vibración baja, constante, que no nacía del cuello, sino del centro del pecho.

Permanecía inmóvil.

—¿Eso es todo? —susurró Moren, ladeando la cabeza—. Creía que serían más grandes.

—Dale —dijo Gorr, con una voz que no sonaba convencida.

Ralo asintió y dio un paso. Luego otro. El Xoërr no se movió. Ni siquiera varió el tono de su vibración.

La lanza bajó.

Atravesó el cuerpo con una facilidad enfermiza. La hoja se hundió sin resistencia. No hubo grito. Ni espasmo. Solo un cese súbito. La vibración se detuvo de golpe, cortada en seco, igual que un hilo de cobre bajo la cuchilla.

Lann sintió que algo se quebraba. No en el cuerpo. En el aire. En el barro.

Gorr escupió con desgana sobre la criatura, que yacía sin derramarse.

—Pues vaya bicho.

—Habría sido más divertido si gritara —añadió Moren.

Entonces volvió el sonido, pero no desde el cuerpo, sino desde el agua.

Desde todas partes.

Una vibración lenta, profunda, coordinada. Un rezo sin palabras. El lodo murmuraba desde dentro, replicando el silencio que acababan de quebrar.

Lann dio un paso atrás. Nadie lo notó.

—¿Qué coño es eso…? —empezó a decir Ralo, y en ese mismo instante una figura emergió del agua a su espalda.

Salió del agua sin levantar una gota, como si el líquido lo reconociera. Llevaba una lanza curva, negra, de hueso tallado, tan liviana que flotaba entre sus manos.

Ralo se quedó en silencio. No tuvo tiempo de sentir nada. Simplemente dejó de hablar. Algo se cerró dentro de él.

Se arrodilló. Luego cayó hacia delante, con la torpeza callada de un cuerpo que ya no sabe que ha muerto.

El agua oscureció, y la lanza se esfumó.

Gorr rugió y se lanzó hacia la figura sin pensarlo, con el hacha levantada, los ojos tensos y las piernas cortando el agua como cuchillas oxidadas. Lann gritó su nombre, pero el sonido se le quebró en la garganta.

El Xoërr no huyó.

Tampoco atacó.

Simplemente vibró.

Y entonces Gorr tropezó con algo que surgió del barro como un recuerdo mal enterrado: una mano, después un brazo entero, húmedo, blando y firme como una rama viva. Otro cuerpo le siguió, sin prisa, con los ojos cerrados y la piel cubierta de líquenes. Parecía que, simplemente, habían estado allí. Esperando.

Gorr cayó. No gritó. El impacto fue sordo, contenido. El agua lo absorbió sin dejar eco. Lann no lo vio hundirse. Solo escuchó un sonido breve y seco, y luego… nada. Moren empezó a retroceder. La cicatriz del cuello le latía con la intensidad de una herida recién abierta.

Lann ya no se movía. El barro le llegaba hasta la cintura, pero no sentía frío. Solo una presión tibia, envolvente, que se colaba entre los huesos.

El croar, que hasta entonces era solo fondo, se multiplicó en ecos superpuestos. No eran docenas. Eran cientos. Y no eran gritos. Tampoco lamentos. Eran negativas. Negaciones absolutas. No pedían ayuda. La denegaban. Como si respondieran a una pregunta que nadie se había atrevido a decir en voz alta.

—No puede ser… —susurró Moren, y su voz sonó como un papel arrugado.

Otra figura emergió del agua. Más alta. Más firme. La piel cubierta de grietas verdes. El cuerpo erguido con la solemnidad de un juicio.

Moren alzó el cuchillo.

—Atrás. Te juro que sé usarlo.

El Xoërr no retrocedió.

Solo vibró.

Y Moren bajó el brazo. No porque quisiera, sino porque ya no era suyo. Como si la vibración le hablara directamente a la articulación, a la memoria de su músculo. Se arrodilló sin entenderlo. Y luego, simplemente, se echó a llorar.

No había compasión en el rostro del Xoërr. Tampoco desprecio. Solo esa quietud absoluta, mineral, de las cosas que no necesitan moverse para imponerse.

Nadie lo tocó.

Moren sollozaba. Algo se le había roto por dentro, una costura que ni siquiera recordaba tener.

Lann seguía allí.

Quieto.

El barro lo cubría hasta el pecho, pero la humedad ya se le había metido en los ojos. No era el agua lo que lo invadía. Era una idea. Y dolía más que el frío.

Delante de él, surgió otro Xoërr. No llevaba arma. No parecía tener rostro, pero Lann sintió que lo miraba.

La vibración comenzó. No era agresiva. Tampoco triste. Era como un recuerdo que uno no sabía que tenía.

Y entonces lo vio. No con los ojos, sino desde dentro.

Se vio más joven, con las manos limpias, lavando el rostro de su hermana en un río que ya no existía. Oyó su risa, su voz, una palabra inventada entre ellos que solo tenía sentido en aquel verano. Recordó lo que había olvidado, o lo que había decidido olvidar. Y lloró. No por dolor. Por algo más profundo, más hondo.

El Xoërr se inclinó lentamente, como quien observa una grieta en la piedra, y le rozó el pecho con una mano húmeda. Luego se retiró. Se hundió sin ruido.

El agua empezó a descender, lentamente, como si la ciénaga hubiera decidido liberar aquello que ya no le interesaba.

Lann permaneció allí, solo, de rodillas entre raíces sumergidas, con los labios temblando y un eco vibrando bajo las costillas, tan profundo que no parecía suyo.

No encontró más cuerpos.

Solo quedaba él.

Y cuando al fin se incorporó, empapado, exhausto, con la mirada partida en dos mitades que no se reconocían, ya no era el mismo.

Volvió al amanecer, con la ropa empapada, los pies agrietados y el rostro cubierto de mosquitos muertos. Cada paso pesaba un recuerdo. Andaba con cuidado, temiendo que el suelo se abriera tragándolo. El centinela lo vio llegar, pero no preguntó nada. Solo lo observó, quizá esperando una explicación que Lann no ofreció.

No hubo preguntas.

Tampoco respuestas.

Guardó silencio desde el inicio, y lo sostuvo durante días. Su voz había quedado enterrada en aquella ciénaga.

El teniente lo llamó a su tienda al tercer día. Le exigió un informe. Lann se presentó, se sentó derecho, con los labios apretados y las manos cruzadas sobre las rodillas. Escuchó cada palabra sin cambiar el gesto. Cuando el teniente alzó la voz, él no parpadeó. Cuando lo amenazó con castigos, con confinamiento, con enviarle al frente, Lann simplemente esperó a que terminara.

Nada cambió.

El muchacho que había entrado en la ciénaga no salió con ellos.

Lo dejaron tranquilo después de eso. Un soldado más entre los otros. Uno que ya no comía bien, que no bebía, que no reía. Evitaba el barro como al diablo. Y cuando llovía, se encogía bajo la capa. No era frío: era miedo. Miedo a algo que solo él recordaba.

Por las noches, despertaba temblando.

A veces con un nombre entre los dientes. O con una imagen que no entendía. O con una frase que sentía haber oído, pero que no lograba recordar del todo.

Y un sonido.

Siempre un sonido.

Una vibración tenue, imposible de ubicar, como un lamento que no pedía nada, solo persistía.

Años más tarde, en un burdel de Dravnor, un músico borracho improvisó una canción vulgar sobre los sapos del pantano. Uno de los clientes —canoso, con las cejas surcadas por arrugas prematuras y la espalda encorvada como si cargara un secreto milenario— dejó la copa sobre la mesa, se levantó sin pagar y se perdió entre la niebla.

Nadie preguntó por él.

Nadie lo volvió a ver.

Dicen que cuando el viento baja por las grietas del sur, puede escucharse algo parecido al croar de un animal que ya no existe. O que, al menos, nadie ha vuelto a ver desde hace años.

Un sonido bajo, continuo, que tiembla en el agua sin causar ondas.


Dicen que son sapos.

Pero hay soldados que dejan de reír cuando los oyen.

Y miran al barro, rezando por no ser tragados.

Porque hay cosas que no te matan,

solo te dejan abierto,

y nunca se cierran.

6 comentarios en “La Ciénaga de los Sapos”

  1. He leído mucho de muchos y tengo que decir que este relato es espectacular a nivel de los grandes autores . Unas pinceladas de Quiroga.. En fin me gustó mucho . Espero leer más de tus relatos . Adelante

  2. Milena De Medina

    Waoooo sencillamente formidable. Me encanta leer relatos así, eres un escritor realmente interesante!!! Sigue así, el mundo necesita de escritores como tú.

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